México, 3 de mayo.- Estaba allí, azur y grana, inverosímil, alcoholizada de ambición, la Francia implacable, ardiendo de poder, con 6 mil 48 soldados que eran considerados los más letales de su tiempo para enfrentar a 4 mil 700 mexicanos novatos. No era la Francia de las ideas libertarias, era la Francia imperialista que junto con España e Inglaterra reclamaba al gobierno de Benito Juárez el pago de una deuda de alrededor de 80 millones de pesos. Los telegramas del general Ignacio Zaragoza sintetizan la enjundia y el fragor de una batalla que robusteció el nacionalismo mexicano. 476 muertos y 345 heridos del lado francés, 83 muertos, cerca de 250 heridos y 12 desaparecidos en el mexicano Ejército de Oriente, quedaron en el campo de batalla aquel día. El héroe de lentillas de oro, moriría después, afiebrado y delirante, uniéndose a su amada Rafaela en la vorágine de sucesos y en la zozobra de un país en llamas empeñado en mantener su independencia.
El telegrama llegó a la Ciudad de México, a la Secretaría de Guerra, a las 10 y 45 minutos de la mañana del 5 de mayo de 1862. En él, Ignacio Zaragoza informaba lo que acontecía en las afueras de Puebla:
“El enemigo está acampando a tres cuartos de la garita de esta Ciudad. En los suburbios de ella y por el mismo rumbo tengo mi campamento. El Cuerpo del Ejército está listo para atacar y resistir”.
Ese día Zaragoza eligió las llanuras al este de la ciudad como campo de batalla, y tomó como posición para esperar al enemigo los cerros fortificados de Guadalupe y de Loreto, reconstruye con precisión la estrategia militar mexicana el historiador Luis Maldonado Venegas, en un artículo publicado en la revista Istor en otoño de 2012.
La posición mexicana era netamente ofensiva, aun cuando pensaba que la acción tendría dos fases: detener el ataque francés y, una vez logrando lo anterior, tomar como pivote los cerros de Loreto y de Guadalupe para pasar a la ofensiva.
El plan era difícil de llevar a cabo, ya que en las circunstancias en las que se encontraba era poco probable que lograra arrebatarle al enemigo la iniciativa en la primera parte del proyecto. Sin embargo, organizó sus tropas en dos agrupamientos fijos y cuatro móviles, los primeros destinados a mantener a toda costa sus posiciones y los segundos debían vigilar al enemigo o en todo caso apoyar a los primeros.
Con las tropas ya fogueadas, Zaragoza formó los siguientes agrupamientos: la Segunda División, al mando del general Miguel Negrete, con 1200 efectivos, tenía por objetivo la defensa a muerte de los cerros de Guadalupe y Loreto. Dicha división, que se apoyaría en los fuertes, estaba conformada por los batallones Fijo de Morelia, 2° Batallón de Puebla y 6° de Nacionales de Puebla (zacapoaxtlas). Brigada de México, al mando del general Felipe Berriozábal, integrada por 1 082 hombres de los batallones Fijo de Veracruz, 1° y 3° Ligeros de Toluca, estaría situada en columna para actuar a órdenes del Mando, al pie del cerro de Guadalupe. La Brigada de San Luis, al mando del coronel Francisco Lamadrid, con mil hombres, estaba compuesta por los batallones Reforma, Rifleros y Zapadores, y se colocaría en columna en el barrio de Xonaca, ligándose a la izquierda con las tropas del general Berriozábal y a su derecha con las del general Porfirio Díaz.
La Brigada Oaxaca, al mando del general Díaz, con 1 020 hombres, integrada por los batallones Patria, Morelos, Guerrero y el resto del 1° y 2° de Oaxaca. Cien hombres se colocarían en columna para actuar sobre el enemigo en la plazuela de Román. Brigada de Caballería al mando del general Antonio Álvarez, integrada por 550 hombres y formada por los carabineros a caballo de Pachuca y los escuadrones Lanceros de Toluca y de Oaxaca. Constituirían la extrema derecha del dispositivo, situándose en la ladrillera de Azcárate. Agrupamiento para la guarnición de la plaza, al mando del general Santiago Tapia, con efectivos integrados por civiles y reclutas, quienes tenían la defensa de la ciudad propiamente dicha.

Agustín Linati, Croquis de la batalla entre las fuerzas mexicanas y francesas, que tuvo lugar el 5 de mayo de 1862 al emprender las segundas tomar por asalto el fuerte de Guadalupe de la Ciudad de Puebla, 1862, Manuscrito coloreado en papel común, 97 x 44 cms.
Mapoteca Manuel Orozco y Berra, Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera, SAGARPA, Colección Manuel Orozco y Berra, Estado de Puebla, 1376-OYB-7247-A
Imagen incluida en Cartografía de la Intervención francesa de Edgar de Ita Martínez, El Colegio de Puebla, Puebla, México, 2012.
La arrogancia francesa terminó en derrota
La máxima de la estrategia militar señala que el punto de ataque al enemigo debe darse donde se encuentre su mayor debilidad y, en este caso, cualquier otro sitio era preferible al de los cerros de Guadalupe y Loreto, a donde Charles Ferdinand Latrille, Conde de Lorencez, jefe de las fuerzas francesas, concentró su esfuerzo principal. Con esa mala decisión comenzó a tejerse la derrota gala.
A las tres de la mañana de aquel 5 de mayo se empezaron a movilizar las tropas mexicanas en medio de un aliento frío y rígido. La Brigada de Oaxaca fue la primera en emprender la marcha hasta la ladrillera de Azcárate, donde debía esperar al enemigo.
El general Díaz formó sus batallones en columna y desplegó su línea de tiradores al frente. Enseguida llegó la brigada del general Berriozábal a la Garita Vieja de Amozoc. A continuación, la brigada del coronel Lamadrid se colocó en la iglesia del Rosario, al pie del cerro de Guadalupe. Finalmente llegó la Brigada de Caballería del general Álvarez, situándose en el ala derecha de todo el operativo.
Alrededor de las cinco de la mañana, el general Ignacio Zaragoza recorrió la línea de batalla y aprobó las formaciones adoptadas por los comandantes de brigada. Ordenó que los tiradores desplegados al frente cubrieran todo el dispositivo. Mientras tanto, las tropas del general Negrete, que protegían los fuertes de Guadalupe y de Loreto, fueron alertadas.
A las primeras horas de la mañana el Ejército Francés había emprendido la marcha de Amozoc hacia Puebla. A las nueve se encontraba en la llanura siguiendo el camino que conduce a la ciudad.
Las fuerzas del escuadrón del capitán Martínez fueron las primeras en hostilizar a los franceses. Ese grupo de jinetes comenzó a jalonar su desplazamiento. Pero el resto de sus compañeros se dispuso a desayunar y Lorencez ordenó que el Escuadrón de Cazadores de África realizara un reconocimiento sobre la hacienda Rementería. A su regreso, el propio coronel ordenó que se adelantaran los zapadores con el objeto de hacer practicables los pasos para su artillería.
El general Zaragoza observaba la progression desde la altura del cerro de Guadalupe y se dio cuenta de que Lorencez llevaría su fuerza principal sobre los cerros. Después de haber tomado alimento, el ejército galo formó tres columnas de ataque. La primera, compuesta por dos batallones del Regimiento de Zuavos, apoyada por diez piezas de artillería, bajo el mando del comandante Morand y el mayor Cousin, quienes marcharían en dirección paralela al fuerte de Guadalupe para que, una vez colocados en su altura, se lanzaran al asalto sobre el fuerte.
La segunda columna, compuesta por el Batallón de Fusileros Marinos, tenía que seguir a la primera para constituir su flanco derecho, protegiendo el ataque de los suavos.
La tercera columna quedó integrada por un batallón del Tercer Regimiento de Marina, que debía seguir al Batallón Morand, para apoyar su ataque. La caballería francesa recibió la misión de cuidar los flancos y la retaguardia del ataque.
En la reserva estaba el 99° Regimiento de Infantería, un batallón del Tercer Regimiento de Infantería Marina y el Batallón de Cazadores de Vincennes. La ambulancia se encontraba en la hacienda de Rementería.
A las 11:45 el general Negrete, al ver que el enemigo se dirigía sobre su posición, ordenó al general José Rojo que con los batallones Fijo de Morelia, Tiradores de Morelia y 6° Batallón de Nacionales de Puebla (zacapoaxtlas) se adelantaba a la posición, estableciendo una línea de tiradores que recibió el ataque francés, para enseguida replegarse sobre las posiciones de los fuertes haciendo fuego.
Ante ello, Zaragoza, envió otro telegrama que llegó a la Ciudad de México a las 12 y 28 minutos de ese día:
“Son las 12 del día y se ha roto el fuego de cañón por ambos partes”.

Zaragoza estableció su cuartel a unos cuantos metros de la línea de batalla, en el Templo de los Remedios, donde estableció el plan para la defensa de la plaza y que consistió en concentrar los pertrechos en el sur y oriente de la ciudad, esperando evitar que los franceses alcanzaran al área urbana de Puebla.
Agustín Linarti, Plano de batalla que tuvo lugar el día 5 de Mayo de 1862, en los suburbios de la Ciudad de Puebla, entre las fuerzas mexicanas y las francesas, que fueron rechazadas al emprender el asalto al cerro de Guadalupe. Formado de órden del Ciudadano Ministro de la Guerra, por la Sección científica del Ministerio de Justicia y Fomento, conforme al croquis remitido por la Comandancia general de Ingenieros del Ejército de Oriente, 1862, Litografía en Papel, 75 x 103 cms.
Mapoteca Manuel Orozco y Berra, Servicio de Información Agroalimentaria y Pesquera, SAGARPA, Colección Manuel Orozco y Berra, Estado de Puebla, 1376-OYB-7247-D
Imagen incluida en Cartografía de la Intervención francesa de Edgar de Ita Martínez, El Colegio de Puebla, Puebla, México, 2012.
El ejército francés se ha batido con mucha bizarría
El ataque dio inicio. El general Rojo estableció su línea y al mismo tiempo arribó la brigada del general Berriozábal. La Brigada Rojo se colocó hacia el fuerte de Loreto, y entre ésta y el fuerte de Guadalupe, la Brigada Berriozábal. Los franceses atacaron en línea recta sobre el fuerte de Guadalupe y el terreno que mediaba entre ambos fuertes. Su artillería apoyó el ataque. Las columnas avanzaban sobre el quebrado terreno sin que el fuego mexicano pudiera hacerles daño, pero al llegar a la explanada de los cerros, las columnas de ataque fueron batidas con gran eficacia por la artillería mexicana, hasta que chocaron con el 6° Batallón de Nacionales de Puebla, el cual se replegó ordenadamente. Cuando los zacapoaxtlas penetraron la posición francesa, la Brigada Berriozábal y la del general Rojo se unificaron y se desencadenaron todos sus fuegos contra el invasor. Los artilleros mexicanos identificaron el cuartel general francés y lo batieron, ocasionando la muerte del intendente general del Cuerpo Expedicionario Francés, Raoul.
Lorencez, al presenciar el retroceso de sus columnas de ataque, ordenó que los cuatro batallones se lanzaran nuevamente al ataque, reforzándolos con el 3er. Regimiento de Marina, y señalando como objetivo el fuerte de Guadalupe. Las tropas mexicanas iniciaron la persecución. El general Antonio Álvarez lanzó una carga contra los fugitivos, pero al advertir que éstos se reorganizaban, dio la orden de volver a sus posiciones. El ataque no fue simultáneo en todos lados, dio la impresión de que al fracasar en los fuertes, los franceses buscaban el punto débil en la planicie.
Los zuavos y los marinos volvieron a cargar sobre el fuerte de Guadalupe. Lorencez se dispuso a dar el último asalto organizando una columna con los soldados de Vincennes y el Regimiento de Zuavos, a la que dirigió a Guadalupe. Lorencez se dispuso a dar el último asalto organizando una columna con los soldados de Vincennes y el Regimiento de Zuavos, a la que dirigió a Guadalupe, mientras que ponía en marca una segunda columna con los demás cuerpos, excepto el 99° de Línea, en reserva. La segunda columna atacó la derecha de la línea de Zaragoza. A ésta le salieron zapadores al mando de Lamadrid y se trabó un terrible combate de bayonetas.
Una casa situada en la falda del cerro era el objetivo. Los franceses la tomaron y se guarecieron en ella, pero fueron desalojados por los zapadores. Al intentar recobrarla, valientes tropas de Lamadrid los expulsaron. El cabo Palomino se mezcló entre los suavos, se batió cuerpo a cuerpo con los arrogantes soldados franceses y se posesionó de su estandarte como botín de guerra cuando cayó muerto el portador.
El batallón de Zapadores ocupaba el barrio de Xonaca, casi a la falda del cerro, y oportunamente evitó la subida a una columna francesa que se dirigía al cerro, trabando combates casi personales. Tres bruscas cargas efectuaron los franceses y las tres fueron rechazadas con valor.
La caballería situada a la izquierda de Loreto, aprovechando la primera oportunidad, cargó evitando que se reorganizara nuevamente el enemigo. Cuando el combate del cerro era más intenso, tenía lugar otro no menos reñido en la llanura de la derecha que formaba el frente del general Zaragoza. El general Díaz, con dos cuerpos de su brigada, uno de Lamadrid con dos piezas de batalla y el resto de la de Álvarez, contuvieron y rechazaron a la columna enemiga, que también con arrojo marchaba sobre las posiciones mexicanas.
Los franceses se replegaron hacia la hacienda de San José, hasta donde fueron perseguidos por Díaz. Ambas fuerzas estuvieron a la vista hasta las siete de la noche, hora en que emprendieron los contrarios la retirada a su campamento de la hacienda de Los Álamos. El Ejército de Oriente pasó la noche levantando el campo. Se recogieron muchos muertos y heridos, además de mil franceses y ocho o diez prisioneros.
Desde el campo de batalla y disfrutando ya las mieles de la victoria, Zaragoza mandó otro telegrama que fue leído a las cinco y 15 minutos de la tarde de aquel 5 de mayo:
“Sobre el campo a las dos y media. Dos horas y media nos hemos batido. El enemigo ha arrojado multitud de granadas. Sus columnas sobre el cerro de Loreto Guadalupe han sido rechazadas y seguramente atacó con 4000 hombres. Todo su impulso fue sobre el cerro. En este momento se retiran las columnas y nuestras fuerzas avanzan sobre ellas. Comienza un fuerte aguacero”.
Esa providencial tormenta ayudó a la causa mexicana, a juicio del historiador austriaco Konrad Ratz, porque el campo de batalla se convirtió en una trampa de lodo y tanto los ataques de caballería y los de bayoneta de los mexicanos pararon el ataque de los zuavos, el regimiento de élite de la infantería gala, y finalmente causaron a los franceses una derrota memorable.
En el parte oficial de la batalla, dirigido al general Miguel Blanco, ministro de Guerra y Marina, Zaragoza escribe: “Las armas nacionales, ciudadano ministro, se han cubierto de gloria, y por ello felicito al Primer Magistrado de la República por el digno conducto de usted, en el concepto de que puedo afirmar con orgullo que ni un solo momento volvió la espalda al enemigo del Ejército Mexicano durante la larga lucha que sostuvo”.
El General de Brigada Asesor Militar Rubén García escribió el 19 de marzo de 1962 que el magnífico empleo de los fuegos, la buena utilización del terreno y de la fortificación, el diestro manejo de la maniobra, y sobre todo, la aplicación oportuna del principio militar de “ser superior en instante y lugar”, pues doquiera que atacaba su contrincante enviaba el General Zaragoza oportunos refuerzos, para dar la victoria a las tropas mexicanas y grabar una página gloriosa en la Historia de Nuestra Patria.
El orgullo, la falta de conocimiento sobre el ejército mexicano, la mala elección del objetivo y el defectuoso empleo de la artillería, motivaron la derrota de las huestes francesas y justificaron la célebre frase del General Zaragoza: “El ejército francés se ha batido con mucha bizarría; su General en jefe se ha portado con torpeza en el ataque”.
Para la historia quedan las palabras que el general Lorencez envió al Ministro de Guerra en París antes de la batalla: “Tenemos sobre los mexicanos, tal superioridad de raza, de organización, de disciplina, de moralidad y de elevación de sentimientos, que ruego a Vuestra Excelencia, quiera decir al Emperador, que desde ahora, a la cabeza de mis seis mil soldados, soy dueño de México”.

Las victoriosas tropas de las batallas de Solferino, Magenta y Sebastopol, el ejército más poderoso de su época, sucumben ante un ejército improvisado y maltrecho, pero henchido de patriotismo.
¡Tráiganme mis caballos!
Centinelas de Porfirio Díaz levantaron la alarma entre las tropas triunfantes al reportar que los franceses se movían hacia las cumbres veracruzanas en los límites de Puebla. El novelista Pedro Ángel Palou Pérez reconstruye en el ensayo histórico “Una sola tumba”, incluido en la revista Istor de otoño de 2012, aquel momento de tensión y otros momentos de gran tristeza que se vivieron después de la victoria del 5 de mayo.
Zaragoza fue a su cuartel general en el viejo mesón del Palmar (hoy de Bravo) y luego descendió a la borrasca de las cumbres de Acultzingo. Visitó a sus tropas, convivió con ellas, visitó enfermos, dio órdenes, señaló medidas, durmió en el campamento donde ya había noticias y casos de tifo (no tifoidea como se ha escrito). Él jamás pensó morir lejos de las balas del campo de batalla y en combate, nunca en un lecho de enfermo. Allí sufrió el contagio fatal.
“Un fuerte dolor de cabeza, el cuerpo quebrado, los ojos enrojecidos y temperaturas altas” lo atenazaron a su regreso al Palmar. Culpó al chaparrón que lo sorprendió en el camino y comentó: “mañana después de descansar, estaré bien”.
Tras entregar el mando del Ejército de Oriente al general Jesús González Ortega el 3 de septiembre de ese año, fue llevado a la población de Acatzingo, donde los médicos Burgeccioni y Orozco diagnosticaron su grave padecimiento como tifo. Ya en la Angelópolis, el día 4, nadie pensaba en su muerte. Tres doctores, Petricioli, Orellana y Orozco, lo auscultaron y le aconsejaron guardar cama seis días, pero a la madrugada siguiente comenzó a delirar. Pidió sus arreos y su caballo. Quería recorrer campamentos, insistía en montar sus caballos, dio órdenes a Negrete y Berriozábal por sus apellidos.
El médico del presidente Benito Juárez, Juan N. Navarro, fue enviado para atenderlo. Su juicio fue desalentador. Nunca antes había visto una fiebre tan alta y ésta acabaría con la vida del militar en 24 horas.
Mientras tanto Zaragoza deliraba creyéndose prisionero de los franceses, poblanos de todas las edades y generales, jefes y oficiales del Ejército de Oriente se reunían en torno suyo para saber de su salud.
Tristemente, el 8 de septiembre, el doctor Navarro envía un telegrama al secretario de Guerra y Marina:
“Son las diez y diez minutos. Acaba de morir el general Zaragoza”.
Muere a los 33 años, cinco meses y 15 días, a la hora justa “no le quedaría tiempo sino para la gloria”.
Muere en la casona marcada con el número ocho de la calle de la Santísima, posteriormente primera de Reforma 126 y siempre de Zaragoza, destruida lamentablemente para dar paso a un edificio bancario y actualmente inmueble de la Tesorería Municipal que, al manos, lleva su nombre.
Ignacio Zaragoza escaló los más altos grados militares en sólo una década: de Guardia Nacional en 1852, a secretario de Guerra y Marina en 1861, con 32 años, pasando por el mestizo de la frontera, el chinaco de la Reforma, miliciano de la Patria, soldado republicano, federalista, liberal y juarista.

Por su padre, veterano en la guerra entre México y Estados Unidos, Zaragoza poseyó siempre un rabioso nacionalismo. Aunque él se definía como un bárbaro del norte y liberal radical, ante los ojos de Benito Juárez era un militar sin ambiciones políticas y, precisamente por esas razones, su exultante juventud y su acendrado patriotismo desinteresado, fue elegido para encabezar la defensa del país ante el invasor galo.
Defender la tumba de Zaragoza
La noticia de su muerte conmocionó al país. Los diputados del Congreso General acordaron declararlo Benemérito de la Patria en grado heroico y concederle el grado de general de división. La ciudad de Puebla se llamaría, en adelante y por decreto juarista, Puebla de Zaragoza. Acordaron pedir al Ayuntamiento capitalino que la calle de la Acequia, donde vivía, se llamara de Zaragoza y que se levantara en Guadalupe un monumento que recordara al héroe.
Sus restos fueron trasladados a la capital el 9 de septiembre, tras ser despedido con un himno fúnebre recién escrito y con letra del poeta local Francisco Granados Maldonado y música del compositor Antonio Carranza. Otros que hicieron uso de la palabra fueron Mariano Ramos, el capitán Rafael Barrios, el propio Granados Maldonado y el poeta Félix Romero, quien leyó versos alusivos.
A las 11 de la mañana del día 13 de septiembre el cadáver del general Zaragoza fue colocado en un carro fúnebre. “Era una pirámide de incienso, de flores y de palmas, sobre la cual fulguraba el ataúd envuelto en la bandera de la patria”, escribió Justo Sierra. “La muerte propicia se encargó de eternizar el laurel de su victoria; verde y lozano está aún”. Francisco Zarco concluyó: “Antes defendíamos a la patria: hoy tenemos que defender, además, la tumba de Zaragoza”. Así, aquel joven militar pasó “del triunfo a la apoteosis; de un héroe hizo la leyenda un dios; la república le tributó honores magníficos”.
En la esquina de la Calle de Plateros (hoy Madero) se levantó un arco triunfal, en cuya parte superior se leía, de un lado, la fecha histórica —5 de mayo de 1862—se veía la efigie del general entre trofeos militares. Todas las calles por donde pasaría el cortejo fúnebre tenían moños negros y en muchas, entre laureles, se veía el nombre de Zaragoza o la fecha que le brindó inmortalidad. Cientos fueron testigos de ellos porque ahí estuvo el presidente de la República, Benito Juárez, junto con los secretarios de Estados y la diputación permanente, funcionarios del Ayuntamiento y empleados de todas las oficinas, y una multitud de ciudadanos.
Cerca de la una de la tarde, la comitiva llegó al Panteón de San Fernando. Ahí se levantó un magnífico catafalco, en el que fue colocado el cadáver. La oración fúnebre fue pronunciada por José María Iglesias. El cronista Guillermo Prieto leyó una composición poética y después habló don Felipe Buenrostro, en nombre de la Junta Patriótica. La ceremonia concluyó después de la tres de la tarde, y el cadáver quedó expuesto al público hasta las cinco, hora en la que fue inhumado.
En diciembre de 1862, el cabildo de la capital de México acordó nombrar Cinco de Mayo a una nueva calle del centro de la ciudad para recordar la victoria sobre los invasores. Por su parte, en noviembre de 1863, Napoleón III nombró Puebla a una calle de París, en memoria de la toma de la ciudad poblana por el Ejército Francés.
El 16 de febrero de 1863, Juárez decretó el 5 de mayo de cada año como fiesta nacional. Y el lunes 4 de mayo de 1868, a las cuatro de la tarde, Benito Juárez descubrió el monumento al general Ignacio Zaragoza —realizado por los hermanos Tanagassi— en el Panteón de San Fernando.
Polvo enamorado
“En una caja de madera forrada de terciopelo negro con cintas de oro, dentro de la cual hay otra de metal de zinc, encontrándose a un cadáver que al momento fue reconocido como el del general Zaragoza, el cual se conserva íntegro sin mutilación alguna, vestido con un uniforme azul, botonadura de metal con águila y dos letras, chaleco negro de terciopelo, gorra militar bordada de oro, anteojos con armazones de oro notándose el vidrio correspondiente al ojo derecho roto”.
Así fue descrita la exhumación de los restos del general Ignacio Zaragoza cuando el 4 de mayo de 1868 sus restos fueron colocados en un nuevo monumento en el mismo Panteón San Fernando con la presencia del presidente Juárez y la de los oradores de la ceremonia Justo Sierra, Guillermo Prieto, José María Iglesias, Joaquín Villalobos y Alfredo Chavero.
Cuando se cumplieron 99 años de su proeza, en 1961, el doctor Alfredo Toxqui de Lara hizo la petición original, frente a la tumba del héroe de San Fernando, de que sus restos retornaran a Puebla, al escenario físico de su gloria, a Loreto y Guadalupe, la ciudad de su crepúsculo humano. La historia asistió la justa petición, pero no fue sino hasta 1976, en otro 5 de mayo, cuando el presidente Luis Echeverría decretó lo correspondiente. Así, bajo el sol incomparable de mayo y después de 114 años, Zaragoza retornó a la ciudad de su nombre que, respetuosa y conmovida, en medio de la lluvia de rosas blancas —las flores de la fraternidad de José Martí— lo recibió cariñosamente, ungida de emoción republicana ante un cuerpo, no cenizas, que permanecía intacto, vestido con su uniforme de gala, con los imprescindibles anteojos calados, las botas puestas y el rictus señalado, como hace más de una centuria.
El 5 de mayo de 1979 se reinhumaron los restos de doña Rafaela Padilla de Zaragoza en el monumento erigido a la memoria del gran vencedor. Tras 118 años de separación, volvieron a encontrarse los amados esposos. Cinco años escasos de matrimonio tuvieron. Y dos de sus tres hijos murieron, los varones Ignacio e Ignacio Estanislao, en la tierna infancia. Les sobrevivió a los cuatro, la pequeña huérfana Rafaela, quien vivió hasta 1927.
Los años de zozobra que se vivieron en México en aquel tiempo de sangre y lucha por mantener la independencia de la patria marcaron la vida de Ignacio y Rafaela. En guerra contra los conservadores, Zaragoza se casó con su mujer por poder y representado por su hermano Miguel. Lejos de ella, en Veracruz, al frente del Ejército Nacional supo de la pleuresía que afectaba a su esposa, grave dolencia que siempre ocultó al Presidente Juárez. La noche del 13 de enero de 1862 llegó la terrible noticia: Rafaela había muerto unas horas antes de cumplir los 26 años de edad. Sin abandonar su puesto, el militar afrontó solo su duelo familiar, íntimo y profundo.
Rafaela fue enterrada originalmente en el cementerio de San Diego, en la capital, y luego trasladada a San Fernando en una fosa distinta a la de Ignacio. Para el reencuentro, por la anuencia del presidente José López Portillo, que bien sabía de las penas que aquejan a los amantes, y la simpatía de los descendientes, sus restos se unieron a los de Ignacio en la misma tumba poblana.
“Si el cumplimiento del deber los separó, ha sido la voluntad misma del pueblo la que los ha vuelto a reunir”.
En Puebla ambos reposan en paz y su azarosa vida y muerte parece nutrirse de esos versos de Francisco de Quevedo, aquellos que enhebran un “Amor constante más allá de la muerte” y que dicen:
Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
Hora a su afán ansioso lisonjera;
Mas no, de esotra parte, en la ribera,
Dejará la memoria, en donde ardía:
Nadar sabe mi llama el agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
Venas que humor a tanto fuego han dado,
Medulas que han gloriosamente ardido:
Su cuerpo dejará no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.
Arturo Mendoza Mociño
Estado Mayor
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