El pasado domingo 8 de abril, mientras transitábamos por la carretera de Ayutla hacia Acapulco, mi hija Michaela de 14 años y yo fuimos hostigadas y amenazadas por ocho soldados en un retén militar. Conmigo fueron detenidas arbitrariamente ocho personas más provenientes de Estados Unidos, que visitaban Guerrero para conocer la situación de las comunidades indígenas y el trabajo de la organización civil Tlachinollan.
Al principio no me preocupé; después de todo, nos encontrábamos viajando con Abel Barrera, laureado con el Premio de Derechos Humanos del Centro Robert F. Kennedy y con su equipo de abogados, quienes inmediatamente citaron los artículos de la Constitución que el Teniente de Infantería a cargo del retén estaba violando. Pero el Teniente maliciosamente exigió inspeccionar nuestras pertenencias para asegurarse que no cargábamos narcóticos y de manera amenazante expresó: “Yo soy la autoridad. Yo tengo el poder”. En ese momento mi corazón se detuvo.
No era para menos: el día anterior, en Tlapa, había escuchado a José Rubio, quien me contó la historia de su hermano Bonfilio, indígena naua asesinado por militares mexicanos en un retén no muy distinto al que nos tenía detenidas a mí y a mi hija. Durante los últimos tres años, José y su valiente esposa Verónica han sido hostigados para que desistan de su denuncia como ocurre frecuentemente a quienes demandan los más elementales derechos en la Montaña; sin embargo, debido a su determinación, José ha logrado algo extraordinario: el caso Bonfilio Rubio Villegas fue el primero en el que un Juez Federal ordenó que una violación de derechos humanos cometida por militares sea juzgada en la jurisdicción civil federal, y no bajo el fuero militar. Desafortunadamente, el Ejército apeló y desafió la histórica decisión judicial.
Hoy México enfrenta un momento decisivo. ¿Prevalecerá la histórica impunidad militar o los poderes Ejecutivo, Judicial y Legislativo cumplirán sus deberes para que el Estado mexicano establezca de una vez por todas que los abusos militares en contra de civiles serán juzgados con imparcialidad en la jurisdicción ordinaria?
En 2010, la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitió sus fallos en los casos de Inés Fernández y Valentina Rosendo, mujeres del Pueblo Me’phaa violadas y torturadas por soldados cuyo valiente testimonio también he escuchado, ordenando investigar y juzgar dichos casos en el ámbito civil. Por su parte, la Suprema Corte de México confirmó la obligatoriedad de los fallos del Tribunal Interamericano al analizar el Caso Radilla. Adicionalmente, el 9 de diciembre del 2011, el Presidente Calderón junto a la Procuradora General de la República públicamente anunció su compromiso de acatar dichas decisiones.
Pero el caso Rubio pone a prueba tanto a la Suprema Corte como al Presidente, al evidenciar que el Ejército parece empeñado en mantener el status quo y actuar por encima de la ley.
La responsabilidad es de Es- tado. El Presidente Calderón, má- ximo mando de las Fuerzas Armadas, debe emitir una directriz sobre la obligación de someter en la jurisdicción civil los casos de abusos de militares en contra de civiles. Por su parte, el Congreso Mexicano debe aprobar de inmediato la reforma al Código de Justicia Militar. Finalmente, la Suprema Corte debe denegar la apelación del Ejército en el caso Rubio y construir con ello jurisprudencia obligatoria sobre el tema.
Estos días, mi hija y yo experimentamos lo que pocos líderes en la élite política de México conocen: el miedo ante un militar que vuelve su poder en contra de las mismas personas a las que ha jurado proteger, la furia engendrada cuando ese poder es cuestionado y la naturaleza de su absurda ira.
Para muchos y muchas defensoras de derechos humanos en México, confrontar a militares no termina bien. Es tiempo de que el Ejército mexicano rinda cuentas para restablecer su reputación; terminar con la impunidad debe ser el primer paso.
La autora es Presidenta del Centro para la Justicia y Derechos Humanos Robert F. Kennedy (Centro RFK).
Kerry Kennedy
Opinión
Vía Reforma
