México, 16 de julio.- Las autoridades penitenciarias federales se convirtieron, justamente, en esto. En autoridad. Es decir, en quien tiene control e impone reglas. En quien debe ser respetado y obedecido.
Ser autoridad. El gran paso inicial. Volver a sacarle brillo al uniforme de autoridad que parecía despedazarse entre las manos del poder criminal.
Para hacerlo hubo que recurrir a lo mejor de uno mismo.
Para ser autoridad hay que comenzar por creerlo. Por asumirse como tal. Por pensar como tal. Por vivir como tal.
Otra vez la razón moral como eje conductor.
Por tanto, el cambio comenzó hacía dentro, hacía la transformación del personal a cargo de las prisiones. Se buscó la responsabilidad común que compartiese una visión moral, una cultura de cero tolerancia, un respeto inmenso por la ley y por su propio desempeño. Y como dice Patricio Patiño, se cortaron cabezas de todos aquellos que no cumplieron con estas normas de excelencia, y una vez cortadas se exhibieron para que no se repitiesen los errores.
Se comenzó por el principio, por hacer cumplir la Ley al interior de las cárceles federales y por dotarlas de reglamentos que permitiesen control de la corrupción, el desorden y la actividad criminal en su interior.
Existen aproximadamente, a mediados de 2012, doscientos treinta mil internos en las prisiones del país. De este número, casi el cuarenta por ciento están en espera de ser sentenciados.
¿Hemos avanzado en el sistema de aplicación de justicia en el país? Si consideramos que en 1988 había aproximadamente 74 mil internos en las cárceles y de estos el sesenta por ciento estaban en espera de recibir sentencia… O sea que, en números redondos, más de cuarenta y cuatro mil reos estaban encarcelados sin ser sentenciados hace veinticinco años.
Hoy los reos que están siendo juzgados en prisión son, aproximadamente, 92 mil. En volumen, en gravedad, en costo monetario para el gobierno, poco ha cambiado la situación.
Por lo que es inaplazable, urgente, modificar el uso de prisión como medida de caución en delitos no graves.
Teníamos, seguimos teniendo, en las cárceles a presos que no debieron nunca pisar ese submundo. A su vez, teníamos prisiones incapaces de garantizar que los criminales más sanguinarios y poderosos siguiesen dentro.
El Estado Mexicano debe, forzosamente, de garantizar que una vez sentenciados los peores delincuentes, los que asesinaron a inocentes, secuestraron a nuestros jóvenes, lesionaron nuestras libertades y nos arrebataron nuestros espacios comunes, permanezcan en prisión. Bajo el yugo legítimo de la fuerza coercitiva del Estado.
Que gran fracaso sería que todos los esfuerzos nacionales, de miles de policías, miembros de las fuerzas armadas, funcionarios públicos y ciudadanos valientes que han permitido la captura de miles de criminales se tirasen, literalmente, a la basura porque una vez en prisión estos siguiesen ejerciendo sus actividades criminales y subordinasen a la autoridad a sus caprichos.
Sería, además, un riesgo gravísimo de seguridad pública nacional.
No podemos, como sociedad tolerar otra “fuga” de un personaje como “El Chapo Guzmán” de un penal de alta seguridad.
Eso debía evitarse, a la vez que corregir vicios y desordenes ancestrales en las cárceles mexicanas. Era una prioridad urgente a principios de este sexenio.
Enfocar el problema desde todos sus vertientes, quiero hacer énfasis en ello, tiene que haber sido el paso inicial y de mayor complejidad.
En doscientos años de independencia de nuestro país todas las metas y las buenas intenciones en el sistema penitenciario habían sido incumplidas.
Hasta hoy.
Hasta lo que hoy vemos como el gran cambio posible.
¿Por qué?
Todos los expertos coinciden en que los centros de reclusión son “el eslabón más olvidado”. El tema penitenciario no ha sido registrado por la sociedad como prioritario ni siquiera de cara a la percepción de que la inseguridad es uno de las grandes pendientes nacionales. Esto permea a las autoridades que no lo consideran, a su vez, un rubro significativo en su agenda de gobierno.
Existe, incluso, sin exagerar un pensamiento arraigado de que los asuntos de las cárceles son “cosas de clases sociales marginadas”.
Y en cuanto al gobierno prevaleció, supongo que en algunos escritorios sigue vigente esta visión inaceptable, de que las cárceles eran un instrumento de control social sobre grupos específicos.
En los inicios del sexenio actual los centros de reclusión constituían el componente de los procesos de seguridad pública y administración de justicia más rezagado. La función penitenciaria se ejercía, como norma, en condiciones adversas como sobrepoblación, corrupción, deterioro de instalaciones, rezago administrativo, falta de rigor operativo, autogobierno de los internos, falta de presupuesto y escasa capacidad del personal penitenciario.
En el ámbito federal esta realidad ha cambiado.
A partir de los años noventa se comenzaron a construir centros penitenciarios de “alta seguridad”. Fueron necesarios y funcionaron correctamente, como el de Almoloya, hoy bautizado como “Altiplano”. Hasta que su disciplina interna se relajó sin la acción de la autoridad en inmediato, sin que se detuviese el proceso de gran deterioro hasta que también ahí hubo asesinatos y fugas inexplicables bajo los estrictos controles y la gran utilización de tecnología de que fueron dotados.
Estos penales no fueron una respuesta de fondo, ni su funcionamiento, resquebrajado con tolerancia oficial, auguraba nada más que el regreso al caos y la corrupción. Ni siquiera en número eran suficientes para solucionar el grave problema penitenciario del país. Por eso el programa penitenciario de cara al Bicentenario de la Nación partió de restructurar el control, el orden, la vida interna de los penales de alta seguridad existentes, al mismo tiempo que se comenzó la construcción de otros.
Una hazaña, obvio, fue conseguir la autorización del Congreso para obtener recursos suficientes.
Actualmente los penales federales resultan vigentes y extremadamente modernos, viables, susceptibles de cumplir con la función para la que fueron construidos en comparación tremenda con las cárceles estatales, algunas municipales que todavía existen, que no cumplen con ninguna especificación de seguridad.
Poco podemos exigir en provincia, en el ámbito de los penales estatales, si recordamos que la edad promedio de las estructuras arquitectónicas de nuestras cárceles es de 40 años. Y, entre estas, tenemos 27 centros de reclusión que iniciaron sus actividades antes de 1900.
¿Cómo es posible ejercer control en estos lugares? No hay forma. Aunque en provincia, en el interior del país, bajo condiciones infinitamente complicadas y negativas muchos funcionarios penitenciarios comprometidos con el cambio, creyentes de la razón moral por encima de la criminal, hacen esfuerzos mayores para desempeñar su obligación y contener a los criminales en estos “albergues” que de cárcel sólo tienen el nombre y donde, en gran número, los reos no se salen a la calle porque no quieren hacerlo.
Esta realidad que no tiene otra acepción que la imposibilidad de cumplir con un mandato constitucional y una obligación del estado mexicano, que eso es la reclusión de quienes transgreden las leyes que nos rigen, sigue vigente en muchas partes del país.
Con el agregado de la disparidad en el número de internos por entidad federativa: Cinco Estados y el Distrito Federal concentran en sus cárceles al 15 por ciento de todos los internos del país. No sólo es que haya más internos que capacidad para albergarlos, sino que estos no están bien distribuidos en nuestra Geografía.
Y la sobrepoblación de estos centros, cuyas construcciones son totalmente operantes, es inmensa en todo el territorio nacional. El sesenta por ciento, más de la mitad, de la población de internos viven en situación de sobrepoblación, con todos los vicios que esto determina. Muchos de ellos, además, en espera de ser sentenciados. O sea, que pueden ser encontrados inocentes por los respectivos jueces con el paso del tiempo.
Esto deja, en miles de mexicanos, secuelas indelebles a la vez que crea un efecto cascada en la criminalidad asociada con la prisión.
Es una realidad contraria al ordenamiento constitucional que en su Artículo 18 ordena que los presos en espera de sentencia y aquellos ya sentenciados “deben estar completamente separados”.
Hay un cuello de botella en esto que solamente podrá solucionarse al vincular la reforma penitenciaria a transformaciones del sistema de justicia penal que eviten el abuso de la prisión preventiva y aceleren el tiempo de los juicios. Privilegiar la presunción de inocencia.
Eso por un lado. Y por el otro, a la vez, arribar a que el Estado Mexicano someta a una verdadera pena de pérdida de libertad, de prisión, a los criminales que han sido juzgados y sentenciados como tales.
La ecuación que había que cambiar hace pocos años era al revés del bienestar social. Por una parte el poder criminal era cada día más destructivo y las instituciones del Estado para someterlo y castigarlo estaban más deterioradas. De igual manera en que organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico dominaban al hampa común en muchas regiones del país, dentro de las cárceles los reos federales detenidos por la comisión de delitos graves imponían su control.
De ahí que la reclusión de reos federales en prisiones federales, hasta sumar casi 18 mil a mediados del 2012, haya resultado en un gran alivio para la presión social y la violencia ejercida a partir de esta equívoca convivencia.
Una vez alcanzada la meta de eficiencia en la reclusión, en mantener a los reos detrás de rejas, se pudo caminar hacía la verdadera reinserción social.
Que solamente puede darse cuando al individuo se le somete a un tratamiento exactamente individual, que sea el que necesita, el adecuado a su personalidad, a su capacidad criminal, a su respuesta violenta o no, a todo lo que ha nutrido su personalidad.
Al ingresar a un penal federal de alta seguridad, a partir de ser despojados de poder e identidad con la obligación de portar un uniforme que los iguala, cada uno de los internos vuelve a aprender lentamente las lecciones olvidadas en su vida, tan rotundas y simples como la separación entre el bien y el mal, que la “moral” no es una árbol que da frutos, que cada acción lleva a una consecuencia, que cada privilegio debe ganarse con una conducta correcta.
De manera paralela se atiende su desarrollo personal, su educación, su salud, su alimentación. Hoy en las prisiones federales se come mejor que en millones de hogares.
El régimen es fuerte, es muy duro, muy severo pero también tiene muchas opciones. Y, no menos significativo, se han eliminado prácticas de castigo corporal o “tortura” que fueron pan de muchos días para internos que no contaban con una instancia para elevar sus quejas.
El devenir de esto es apreciado con toda su dimensión, a simple vista, en los campamentos del penal federal de Islas Marías donde internos próximos a cumplir su condena caminan “libremente” por la isla, se reúnen con sus familias, acuden al comedor por turnos en perfecto orden, o lavan sus uniformes en instalaciones comunes, además de construir sus propias capillas religiosas o pintar murales artísticos cuando terminan con el cuidado de los caballos, o la siembra de jitomates…
Esto en un espacio carcelario donde casi ocho mil internos, aproximadamente la mitad de los que albergan los penales federales, están “cuidados” por menos de ochocientos empleados, uno para cada diez, que no utilizan armas. Islas Marías es un paradigma, una meta cumplida, una inmensa síntesis del éxito del programa penitenciario federal.
Los reos que llegan a Islas Marías, última etapa de reclusión, lo hacen porque se lo han ganado, con su propio esfuerzo traducido en buena conducta. Obedeciendo reglas de disciplina, de orden, de trabajo comunitario, de estudio, de práctica de deportes que tuvieron que descubrir a su paso por penales federales con protocolos de seguridad más estrictos donde forzosamente tuvieron que redescubrir el privilegio de tomar el sol o caminar.
Los penales federales son hoy, 2012, una realidad que expresa la legítima, quiero insistir en esto, legítima capacidad coercitiva del Estado Mexicano.
Faltan muchos espacios para albergar en igualdad de condiciones a las ya vigentes a reos federales que todavía están en cárceles locales, plenas de corrupción y ausentes de infraestructura de seguridad. Hay pendientes en el paso siguiente del proyecto institucional penitenciario que es la reinserción social de quienes están cerca de cumplir su pena legal. Los no son mayoría por razón de sus propias condenas, a su vez consecuencia de su extrema violencia, crueldad, y agravio a la sociedad como criminales.
Me parece que el primer gran episodio de esta historia ha sido logrado en el ámbito federal, al conseguir que estén en prisión sin capacidad de ejercer sus actividades criminales, sometidos a las leyes y al control de la autoridad, miles de delincuentes.
Todo está estructurado. Hay leyes. Hay reglamentos. Hay infraestructura arquitectónica y también tecnológica. Hay voluntad. Hay preponderancia de la razón moral. Hay espíritu de cuerpo y servicio en los funcionarios públicos penitenciarios. Hay una carrera ya garantizada como tal. Hay hechos.
Hay modito y hay ganas.
Se ha probado que puede hacerse. Se probó que era posible hacerlo a partir de lo que había, de sobra.
Este ejemplo comienza a concientizar a la sociedad, a los gobiernos locales, en muchas partes del país donde el tema carcelario ya es algo rutinario en las discusiones sobre seguridad pública. Hoy hablamos de presupuestos millonarios, de construcción de nuevas prisiones locales, de profesionalizar a los funcionarios penitenciarios, de controles de seguridad como algo rutinario si nos referimos a las cárceles.
Hoy un número creciente de mexicanos saben que hay un riesgo social, de seguridad pública, inmenso si no se hace un gran esfuerzo para limpiar el miasma de las prisiones, para extirpar la corrupción que todo destruye en su interior.
Hoy, también, el ejemplo de funcionarios públicos que creen que hay una razón moral detrás de su desempeño, de su trabajo, de sus jornadas como garantes de esta fuerza coercitiva del Estado, está presente en todo el país. Hoy existe un referente, un punto de comparación no solamente en su vocación, su entrega, sino en los resultados que se han obtenido con el compromiso de ser honestos, de estar del lado correcto de la realidad…
Isabel Arvide
@isabelarvide
Estado Mayor MX
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