México, 29 de septiembre (La Razón).- La fuga reciente de 131 presidiarios del penal de Piedras Negras, Coahuila, denota que algo está definitivamente podrido en el sistema penitenciario del país. Los internos se fugaron, tan campantes, por la puerta del penal.
En días pasados el ombudsman nacional Raúl Plascencia presentó el diagnóstico de supervisión penitenciaria para el año 2011. Dicho informe se elaboró luego de visitar los cien penales más poblados del país. En el documento, se observa que el panorama de violencia que se vive en los penales se agudizó en los últimos años debido al crecimiento del crimen organizado y a la corrupción estructural de las autoridades penitenciarias. De 2010 a la fecha, documenta el informe, se fugaron 521 prisioneros y en 75 riñas al interior de los penales murieron 355 personas.
La crisis del sistema penitenciario no se limita a México. La pandilla más poderosa de Brasil, el primeiro comando da capital (PCC) nació en la cárcel de Tautabe, en Sao Paulo, como consecuencia del asesinato de cien reos.
El mes pasado 26 prisioneros murieron luego de un enfrentamiento en la prisión de Yare, en Venezuela. En febrero de este año 350 internos fallecieron quemados en la prisión de Comayagua, Honduras, luego de que sus carceleros se negaran a abrir las celdas en medio del incendio. En febrero pasado, en Apodaca, Nuevo León, un grupo de Zetas asesinó a 44 internos y luego se fugó.
Es verdad lo que dice la CNDH: “El Estado eroga enormes recursos para el combate a la delincuencia y la detención de criminales, pero prácticamente abandona al interno una vez que se encuentra en prisión. El perfil cada vez más peligroso de los reos, la deficiente infraestructura inmobiliaria aunada a la carencia de personal de vigilancia —en ciertos lugares hay un custodio por cada setenta presos cuando el estándar internacional indica que debe ser uno por cada 10— genera un caldo de cultivo para la violación de derechos”.
Además, en las prisiones se mezclan reos y procesados, del fuero común y del federal, en abierta contradicción con el texto constitucional. Esa confusión propicia que las bandas de delincuencia organizada reproduzcan los métodos de terror al interior de las cárceles, que secuestren y extorsionen desde el interior de su celda. Más del ochenta por ciento de las llamadas de extorsión que acontecen en México provienen de las cárceles.
La prisión no sirve, es obvio, para los fines que se le atribuyen. Ni regenera, ni readapta, ni reinserta. No puede educarse para la libertad en el encierro. Y la cárcel marca de por vida.
Los defensores de la reinserción social dudosamente contratarían a un ex reo.
En algunos Estados, en el colmo de la contradicción, aún se solicita la “carta de no antecedentes penales” como requisito para el empleo.
¿Prescindimos de la prisión? ¿Y qué hacemos con los homicidas, violadores y secuestradores? La cárcel es un mal necesario que tiene por objeto sancionar, no “reeducar “ni “capacitar”. El fin de la pena no puede ser ver por cada reo en su individualidad como si se tratara de un enfermo o de un estudiante de la secundaria modelo. En los estados democráticos el fin de la pena es la prevención general negativa que consiste en enviar un mensaje: si delinques serás sancionado, irás a prisión.
¿Significa lo anterior que debe abandonarse en las cárceles el trabajo, la educación y el deporte? No. En la medida de lo posible es conveniente que existan. Pero no puede cimentarse en eso el sistema carcelario, pues el reo no es un “enfermo” que ha de “curarse” mediante su desempeño en la carpintería o en la cancha de futbol. Lo dijo Luigi Ferrajoli hace ya un tiempo: “No se trata de que la prisión readapte pero tampoco que desadapte”.
El interno debe compurgar la sanción en condiciones dignas y de respeto a los derechos no restringidos por la pena, pero la sociedad debe tener la certeza de que la cárcel no es un lugar en el que el preso siga delinquiendo. Sólo dejando atrás la mentira institucional que insiste en ver la cárcel como una variante del hospital o de la secundaria, podremos salir de la crisis carcelaria que vive el país.
Renato Sales H.
Opinión
La Razón

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