México, 15 de mayo (La Razón).-Vamos recorriendo caminos cada vez más inquietantes. Hace unos días el gobierno de Nuevo León y las autoridades federales anunciaron una etapa más del operativo conjunto que tiene como finalidad recuperar la seguridad y la tranquilidad en ese estado del país.
El domingo fueron arrojados los cadáveres, desmembrados, de 49 personas en la carretera de Cadereyta a Reynosa.
La puesta en escena, por demás macabra, tiene que ver con el pleito entre las distintas bandas criminales (en este caso Los Zetas y el cártel del Pacífico) que están empeñadas en escalar su propio nivel de atrocidad, que ya de suyo es bastante alto.
Hay que señalar que se desconoce la identidad de las víctimas y es probable que se trate de migrantes.
Lo anterior representa, sin duda, un reto para cada uno de los niveles de gobierno y es una muestra más de que los bandidos tienen una agenda y tratan de incidir en el ánimo de la sociedad.
Ante esto lo que falta, sin duda, es una política de anticipación, que impida que la ola de sangre continúe robusteciéndose.
Hay una clara responsabilidad de la autoridad, porque hechos como el de Cadereyta hablan de la ausencia de eficacia policial, por decir lo menos. Se puede asesinar a 49 personas porque hay un alto grado de impunidad, sobre todo en lo que se refiere a la actuación cotidiana de los criminales.
A esto hay que sumar la complicidad que debe existir para que una situación así se consume.
¿Quién cuida las carreteras? ¿Hay avisos tempranos sobre la desaparición de personas? Si las víctimas eran extranjeras ¿cómo ingresaron al país? ¿Dónde fueron secuestradas?
Pero más aún: ¿qué se hizo, en los últimos años, para evitar que los grupos criminales continúen reclutando jóvenes?
La velocidad y los esfuerzos del gobierno estatal por contar con una mejor policía no están dando los resultados requeridos.
La falta de una policía profesional impide que se cuente con acervos de inteligencia que prevengan los estallidos de inseguridad y que proporcionen información para detener a los criminales en fases tempranas, cuando tienen posibilidades de rehabilitación y no han sido “preparados” por delincuentes de mayor experiencia.
La presencia federal, ya se sabe, es subsidiaria y temporal, pero tampoco está haciendo la diferencia.
El drama de Nuevo León, de alguna manera, tiene que ver con un esfuerzo genuino por mejorar la seguridad, frente a delincuentes cada día más violentos y mejor armados.
Parece una cantaleta, pero no sobra insistir en que se tendrá que reconstruir el tejido social para propiciar motivos de esperanza para quienes pueden ser presa de reclutamiento de los criminales y para impedir que la descomposición avance.
Dentro de esta etapa terrible, hay motivos para pensar que todo será mejor y tienen que ver con el compromiso y la participación de la sociedad de Nuevo León para revertir lo que está ocurriendo.
Es ahí, en la propia comunidad, donde se debe decir no al poder criminal y a su abecedario de la barbarie, a ese que quieren acostumbrarnos.
Julián Andrade
Opinión
La Razón
