El Presidente y su gabinete

México, 21 de noviembre (La Razón).- En México la designación de los miembros del gabinete es una facultad del Presidente. Así lo establece la Constitución. Pero lo que es menos claro es la historia de encuentros y desencuentros que lleva a ese mismo Presidente a prescindir, durante el sexenio, de aquellos en quienes depositó una fe a veces ciega. La política mexicana está nutrida de ejemplos que ilustran la lógica de las relaciones entre el Presidente y su gabinete, las cuales, en condiciones democráticas y civilizadas, se fundan en tres pilares: confianza, respeto y lealtad.

La confianza es una avenida de doble circulación. Se supone que el Presidente designa a sus colaboradores porque siente por ellos confianza en su capacidad profesional, su competencia técnica o su habilidad política; en que están para resolver, no para crear problemas, y en que calcula que antepondrán a sus muy particulares intereses y ambiciones, legítimos en política, los de quien los ha nombrado, exclusivamente por confianza, para el cargo que ocupan.

Pero también existe el sentimiento inverso. Los colaboradores, al menos los sensatos, confían en que el Presidente sabrá tomar las decisiones complejas que vienen con el cargo; que les ofrecerá su apoyo en los momentos de conflicto y que, aun cuando sea parte implícita del contrato político que hay entre jefe y subordinados, si debe el Presidente dejarlos caer no lo hará sin tenderles una red de protección, así sea mínima. Una cosa es que el Presidente administre las tensiones dentro de su equipo, por razones de equilibrio, y otra muy distinta que traicione a sus integrantes. Cuando ese lazo de confianza recíproca se rompe, nada bueno se puede augurar, los gobiernos fracasan y la historia se encargará de recordárselos.

Hay un segundo vínculo esencial que es el respeto. Un equipo que funciona es aquel que está convencido de tener una misión que cumplir y cree que hay un liderazgo competente capaz de conducirlo hacia objetivos valiosos y trascendentes. El respeto en política no es la sumisión ni la abyección ni el salvamento a toda costa: es la convicción de que, al final del día, hay un mariscal de campo que puede tomar la decisión adecuada en el contexto más complejo.

Finalmente, la lealtad en política es esencial, como natural es también la traición. Aunque tiene mala fama, porque frecuentemente se traduce en complicidades innobles, la lealtad inocula en el Presidente un sentimiento básico de seguridad y estabilidad política, y supone un compromiso mediante el cual un equipo está obligado no sólo a decir la verdad sino también a ofrecer soluciones. El problema viene cuando, como dice Javier Cercas, sólo se puede ser leal traicionando, bien sea a un pasado, un programa o un grupo, porque entonces una lealtad entra en conflicto con otra. Es, siguiendo a Cercas, una ética contra otra.

Quienes han olvidado los lazos que sostienen esta relación entre Presidente y gabinete no han tenido suficiente vida para arrepentirse.

Otto Granados

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