Récord de homicidios

México, 25 de agosto (La Razón).- La cifra es espeluznante: en México se registraron 27,199 homicidios dolosos (intencionales) en 2011, es decir 24 por cada 100,000 habitantes.

De 1992 a 2007, en nuestro país había venido descendiendo sostenidamente la tasa de homicidios dolosos: disminuyó en ese lapso de 19 a ocho por cada 100,000 habitantes. Ocho es una incidencia altísima si nos comparamos con los países más seguros del mundo, pues, por ejemplo, en España se comete uno solo y en Japón apenas 0.5 homicidios dolosos por cada 100,000 habitantes; pero no es nada mala si la comparación la hacemos entre el México de 2007 y el de 15 años atrás. Sin embargo, a partir de ese año de 2007 —en que se produjeron 8,867— el número de homicidios dolosos se empieza a disparar, y en sólo cuatro años aumentó 200%, algo históricamente atípico en el mundo. Hoy estamos peor que hace 20 años. Inevitablemente, el dato será uno de los que distingan al gobierno de Felipe Calderón. Aunque la responsabilidad de la seguridad pública es no sólo del gobierno federal sino también de todos los gobiernos estatales y municipales, fue la estrategia de la denominada guerra contra las drogas —mejor dicho, la falta de estrategia— el principal detonante del crecimiento desmesurado de las muertes violentas. El presidente Felipe Calderón enarboló como uno de los objetivos centrales de su régimen el de mejorar la seguridad pública, y ésta ha sufrido durante su administración el peor deterioro del México contemporáneo. Más allá de las buenas intenciones, el fracaso es evidente. Y doloroso, por el costo en vidas humanas y otros bienes jurídicos lesionados, y porque en muchas regiones de nuestro país la calidad de vida —que supone la vigencia efectiva del Estado de Derecho y condiciones elementales de tranquilidad— se ha erosionado gravemente. El descenso de la tasa de homicidios dolosos en el mundo es uno de los signos del avance del proceso civilizatorio. El incremento en nuestro país de 200% es una catástrofe. Por otra parte, no se cumplió ninguno de los objetivos de la guerra, sino todo lo contrario: aumentaron las zonas de cultivo, el consumo y el tráfico de drogas.

Al ascenso vertiginoso de los homicidios dolosos —así como de las extorsiones y los secuestros— hay que agregar el repunte de las violaciones a los derechos humanos: la aplicación abusiva del arraigo, los obstáculos a los defensores de los inculpados, las detenciones ilegales, la inflación de la prisión preventiva, la tortura, las falsas acusaciones y las desapariciones forzadas. Hay que añadir también, para completar el panorama desolador, el desmesurado crecimiento de la impunidad. Si nuestros ministerios públicos han sido ineficaces hasta la caricatura, con la constante subida de los delitos graves, el porcentaje de los que quedan impunes se ha elevado considerablemente.

La seguridad pública es un derecho humano de la más alta importancia, condición indispensable para que se pueda disfrutar con sosiego de los demás derechos. No será fácil rescatarla, pero en ese reto nos jugamos la viabilidad de la convivencia civilizada. Muchas cosas reclaman en México una atención inmediata y esmerada; ninguna tan urgente como la crisis de seguridad que nos agobia.

Luis de la Barreda Solórzano

La Razón

Opinión

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